11 de junio de 2011

Cuando el arte se llama Triana...



Triana es cuna del flamenco más profundo porque lo dice su historia a través del tiempo. También lo ha sido de otros menesteres, como del toreo, a cuyo arte Triana le ha dado lo mejor que se ha visto en el mundo. Y son en estas dos artes donde ha de estar presentes, entre otros lógicos dones, la virtud de la gracia.

La gracia no se hace, no se aprende, tampoco se enseña, porque por más que se quisiese enseñar sería imposible inventarla o implantarla en quien no la tiene. Con la gracia se nace y, una vez cumplido el primer protocolo, se vive con ella en la sangre, como cualquier otra virtud, pero no esperen aprenderla porque no es algo que se imparta o se despache detrás de cualquier mostrador. Porque primero habríamos de explicar en qué consiste, qué es la gracia, dónde habita y qué debemos hacer para captarla. Y eso no está al alcance de sensibilidades mediocres. A la primera pregunta responderiamos diciendo que la gracia es el don de causar emoción ante una situación determinada. La gracia es el arte de la elegancia, del garbo, de la desenvoltura que acaba cautivando a la persona que la contempla. Pongamos un ejemplo: vease a la Esperanza de Triana en las confluencias de San Jacinto con Pagés del Corro en la mañana del Viernes Santo...

A la segunda pregunta contestaríamos diciendo que la virtud de la gracia habita en pequeños detalles que se hacen grandes a los ojos del corazón: el refregador de Fernando enmarcando el rostro sublime de la Esperanza; el compás de su palio por la calle Pureza o el arte de una cuadrilla metiendo en calle Sierpes al misterio del Stmo. Cristo de las Tres Caídas... Ahí habitan verdaderos caudales de gracia, derrochada sin complejos de ningún tipo.

La gracia se percibe en el aire salado de la calle Betis, por ejemplo. No me pregunten por qué, pero no es el mismo aire el que se respira aquí que el que se respira en el Paseo de Colón. Allí el aire se mezcla con el tráfico y pierde su gracia. En la calle Betis no. En la calle Betis, el aire corre limpio besando el Guadalquivir y trayendo en sus entrañas aromas de la mar. No es lo mismo.

La gracia es como un duende que adopta cualquier forma y se encarna en cualquier sitio, surgiendo en el instante menos esperado. Sí, porque la gracia posee el don de la sorpresa y, por ello, la capacidad inevitable de emocionar. La gracia consiste, por ejemplo, en combinar el arte del toreo y del flamenco con el toque de una corneta y el sentimiento de un costal. Y de esto se imparten autenticas cátedras en la calle Pureza...

Al paso hay que darle el temple perfecto de una gran faena en la Maestranza; y hay que darle el pellizco de una soleá del Zurraque; y hay que darle el compás que requiere cada momento, y la garra que tienta el corazón, y la fuerza que te levanta el alma, y el poderío del arranque hacia delante, y la valentía de los tres pasos, y el mimo de la mecida sobre los pies, y la firmeza de un izquierdo por delante, que marca el camino en ese andar costalero, costalero de Triana, que desde ayer, hoy y siempre robaron el alma de Sevilla. Porque si a los toreros del arrabal trianero que salían por la Puerta Grande se les llevaba a hombros hasta su casa sin poner un pié en el suelo, cuando el Señor de las Tres Caídas se dispone a tomar la embocadura de la calle Sierpes es como si saliese a hombros por la puerta grande de nuestra Semana Santa... No hay faena mejor... No existe mejor chicotá...

Triana, como sinónimo de la gracia, es como una copla de Marifé donde se funden la fuerza, el señorío y la gracia. Triana es como la Cucaña sobre el río, porque nunca un barco con menos graduación pudo suponer tanto en las aguas del Guadalquivir. Y es que Triana, que no sería la misma sin su Puente ni su calle Betis, tampoco podría ser la misma sin el don de la gracia que ella tiene como quintaesencia de su historia. Por eso, cuando el Señor de las Tres Caídas asoma por la Campana, la Campana se convierte en Plaza de la Maestranza donde Triana volverá a desgranar su arte con letras de oro. Gracia torera en el ruedo de la Campana y, en el aire, el quejío desgarrador de un cante por soleares que ha cruzado el Puente desde la Cava. En el cielo de Sevilla, cornetas blancas de Triana. En el corazón, el pellizco costalero que viene desde la calle Pureza. En las pupilas, el rostro nazareno de un Cristo que levanta a Sevilla con su mano apoyada en las dos orillas del Guadalquivir. Y en la negrura de la Madrugá, el oro viejo de un barco que navega por la Campana convirtiendo la gracia en oleaje de emociones, mientras en el mascarón de proa, para todos aquellos que no saben donde habita la gracia, el centurión romano se asoma a los guardabrisas y les marca el camino... Triana...



La gracia se identifica muchas veces con la sal, y la sal con el mar, y en ese mar navega como nadie la Esperanza de Triana. Su nave lleva doce mastiles de plata que abren al cielo sus velas de oro. En la proa el llamador y las gargolas de plata. En la popa, su verde manto de amor. Y comandando la nao, la Capitana más guapa que jamás el mundo ha visto. En su pecho de Madre, Triana echa el ancla. Y así, cruzando las aguas del río por dos veces, la Virgen Marinera acaba llevandose consigo al puerto que le abre el Altozano su tesoro de almas entregadas.

El arte de la gracia... Por suerte o por desgracia, Triana quedó relegada fuera de la ciudad en tiempos en los que Sevilla estuvo rodeada de almenas. Triana, entonces, tuvo que reinventarse constantemente mirandose en el espejo del río, el mismo río que la vestía de fiesta o la teñía de muerte. Quizás ahí radique la verdad de su existencia y el misterio de su gracia: el haber nacido en la orillita del río, el haber tenido la dicha de nacer en Triana...

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